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¿Qué es lo popular? Lo popular no es el folklore. Lo popular no son los tópicos ni los souvenirs para turistas. Lo popular no es el arte del pueblo, ni la identidad del país, ni los símbolos de la nación. Lo popular no es producto del proletariado ni son las artesanías de las clases trabajadoras. Lo popular no es lo pop. Lo popular no es la fama ni lo famoso. Lo popular no son los productos de la cultura de masas. Lo popular no son las golosinas visuales, las mercaderías de todo a un euro, ni las regalías de la publicidad. Es todo eso, sí, pero también su negación. Dialéctica negativa. Aparece, desaparece y vuelve a aparecer. Y, sin embargo, lo popular anda por ahí, por debajo de todo eso.

El CAAC organiza este ciclo de arte y pensamiento que comprende conferencias, acciones, exposiciones y películas con el objetivo de aproximarnos a esas nociones múltiples de lo popular. Lo popular es siempre algo gestionado, puesto en relación, una categoría flotante que aparece con distintas intensidades. En las actuales democracias, lo popular se gestiona desde abajo corriendo por los diversos grupos, clases y géneros en liza, en una tensión constante entre representación política y representación simbólica, entre participación y fiesta. ¿Desde dónde habla hoy lo popular, desde dónde emerge, desde qué sur(b)terráneo?

La propuesta, que contará con relevantes pensadores internacionales, se ha dividido en 5 capítulos que se desarrollarán entre diciembre de 2024 y junio de 2025 en distintas provincias andaluzas. El C3A (Córdoba), el Teatro Central (Sevilla) y el Centro Federico García Lorca (Granada), además del CAAC (Sevilla), albergarán la primera edición de este ciclo.

 

Programa

03/12/2024 y 04/12/2024

Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla

PROGRAMA 

3 diciembre 2024
· 17:30 h. Conferencia: Fred Moten. El fin de la obra de arte
· 19:00 h. Actuación: Yinka Esi Graves. Transposition V

4 de diciembre 2024·
· 17:30 h. Conferencia: Tania Safura Adam. La negritud en la cultura popular, y los archivos negros
· 19:00 h. Proyección: Bill Gunn, Ganja and Hess, 1 h 50 m, 1973

Muestra: Adrian Pipper, Carrie Mae Weems, Marta María Peláez Bravo, Nan Goldin, Allan Sekula, Cristina García Rodero, Miguel Trillo y Ana Mendieta

 


Capítulo 1
La esclavitud sLos condenados de la tierra
The Wretched of the Earth
Lei condennatti dilla terrae

Pedro G. Romero

La esclavitud sigue siendo la gran vergüenza del capitalismo, la gran refutación del  liberalismo político, lo contrario a la libertad, que tenía en romper las cadenas su emblema. La coincidencia entre el descubrimiento científico del origen africano del  homo sapiens con el apogeo de la industrialización del tráfico de esclavos significa una afrenta mayor. No solo son el estereotipo de lo primitivo -populacho nunca pueblo- coincidiendo con el nacimiento de la modernidad política de la Revolución francesa, su marcha, su pulso. Y no olvidemos Haití, cuyo levantamiento aún sigue considerándose una anomalía y una condena a muerte en la historia. En ese sentido, será sobre todo el Atlántico, un océano, el espacio de esa consideración de lo humano como mercancía, el lugar donde se despojará de cualquier derecho a hombres y mujeres y se fosilizará su condición subalterna. Desde luego, es lo negro afroamericano, eso es obvio, lo que marcará el tempo y desarrollo de eso que llamamos popular en todo el mundo.

No los sonidos complejos de la asamblea, la fiesta o el ritual religioso, sino el binario tan-tan que marca el trabajo esclavo, el ritmo al que todavía se mueve el mundo. Nuestro pensamiento sur(b)terráneo quería empezar desde ahí, desde las bodegas de esos barcos trasatlánticos, negreros, como describen Fred Moten y Stefano Harney: pensar desde ahí, desde las tripas sin rostro de esas mismas bodegas. Las formas de servidumbre que llamamos esclavitud, desde los prisioneros enemigos hasta las divisiones de clase pasando por el endeudamiento o la función ritual, aparecen en sus expresiones de hoy día tímidas ante lo que fue la industrialización de la trata de esclavos desde el siglo xvii –la esclavitud planificada fue la verdadera revolución industrial antes de la máquina de vapor– . Las condiciones de esta esclavización producen un imaginario vergonzoso y, a la vez, hegemónico. No podemos pensar, por ejemplo, en el rock and roll sin el tráfico de esclavos, sonando aquí terrible el apólogo de Walter Benjamin sobre la convivencia de cultura y barbarie. Así, a menudo, los instrumentos de sujeción pueden servir, también, como herramientas de emancipación. Desde la música de los negros del Pacífico peruano, que revolucionaron la música europea ya desde el siglo XVI, hasta el funky, el dance, el trap del siglo XXI, que llega desde los suburbios afronorteamericanos.

Claro, que hablamos de Frantz Fanon. Siempre sospechó de eso que La Boetie llamaba «servidumbre voluntaria». Obviamente, desde que enunciamos algunas palabras, desde que sabemos quienes somos, entra en juego el poder, la dialéctica del amo y del esclavo. Querer es poder, y en castellano la palabra querer tiene connotaciones amorosas. ¿Así de sencilla es la fórmula? No solo desde la violencia, también desde el juego se tiene que subvertir esa condena. Todos sabemos que la esclavitud sigue existiendo -¿qué son, si no, las llamadas leyes de migración?, ¿qué significa el control del libre movimiento de la población mundial si no eso?- aunque ahora los propios esclavos paguen a sus negreros para que los traigan en barcazas de plástico. Lo popular, decía Fanon, habla desde el fondo del oceano. Imagen terrible, es
verdad. Pero sigue siendo la realidad. Amos Tutuola lo llamaba subterráneo. Nosotros pensamiento sur(b)terráneo.

La paradoja sigue siendo hiriente. La maquinaria siniestra de la esclavitud es el espacio que más ha alimentado el imaginario popular en el mundo, que lo ha globalizado, lo ha democratizado y todavía, al ritmo de los propios esclavos, suele seguir ejerciéndose la violencia y la deshumanización entre estas hermanas y hermanos. La serie The Disappearing Act de Yinka Esi Graves, filmada por Miguel Ángel Rosales, señala, simplemente señala, lugares donde la desaparición de lo humano tuvo lugar, donde vimos aparecer al esclavo. Con técnicas de cuerpo miméticas, de camuflaje o distinción, vemos una mutación fundamental en ese aparecer, desaparecer y reaparecer del imaginario del que venimos hablando. Tania Safura Adam habla sin concesiones de eso: deshumanizar absolutamente y desde ese no humano comienza una recuperación del aliento y comienza cantando, haciendo música, comienza con esa celebración ingobernable que se esconde bajo el nombre de popular.

Lo popular desde el sur.

Y aún, palabras como «mulato», «pardo», «mestizo», «moreno» o «zambo» pretenden ser eufemismos para evitar decir «negro». Lo que importa, finalmente, es la racialización que esas palabras invocan. En todo el lenguaje popular, la inventiva sobre esas palabras, que afecta también a moros, indios y gitanos, por poner algunos ejemplos, tiene ese mismo sentido. No se trata tanto de definir o clasificar como de marcar un espacio subalterno, inferior, más bajo, desde la propia subalternidad. José Esteban Muñoz proponía la palabra «marrón» para unificar a todos aquellos que se ven afectados por esa racialización general. La familiaridad de estas denominaciones de raíz popular proporciona, a la vez, una debilidad de la marca y un refugio para las víctimas del racismo estructural. También una hermandad holística, todo lo que es marrón, no solo lo humano, también animales y cosas. Así, el mundo del revés y boca abajo significa eso, precisamente. Mirar desde lo negro. «Black», «Nigger»: lo despectivo, en un momento dado, lo que te vitupera, se toma como seña de identidad y bandera. Pasa con términos como «queer», «flamenco» o «zigeuner». El tráfico de esclavos no se hacía con afroamericanos sino con «niggers» y, en ese sentido, lo peyorativo acaba convirtiéndose en una potente arma de emancipación. Esa mutación de lo vejatorio en orgullo, de la marca subalterna en bandera, se opera en el espacio de la imaginación popular. La imagen de lo negro contiene siempre las dos miradas, la mirada del blanco dominante que te deshumaniza y, al otro lado del velo, la mirada subalterna del oprimido que te devuelve esa humanidad perdida. Los archivos negros de Tania Safura Adam son un archivo de esas miradas cruzadas. No hay contradicción ni paradoja, solo son dos ojos los que miran desde el fondo oscuro de la bodega: pensamiento sur(b)terráneo.

Los trabajos de Carrie Mae Weems, por ejemplo, remiten directamente al imaginario del llamado Renacimiento de Harlem, el movimiento de intelectuales y artistas negros norteamericanos que, desde los años 20, vindicó sus derechos políticos y, lo que es más importante para lo popular, su hegemonía sobre lo que los norteamericanos llamaban imaginación. El fantasma de la esclavitud está presente pero, también, la idea de la doble conciencia –somos africanos colonizados y americanos colonizadores– como la entendió W. E. B. Du Bois. En ese sentido, como la doble verdad de los «marranos» –judíos y musulmanes asimilados–, es en la articulación de esa doble conciencia donde se desplaza lo popular.

Creo que tan solo Ángel González García sospechaba que debajo del famoso Cuadrado negro de Malévich estaba escrita la parodia del fumista Alphonse Allais: «Dos negros se pelean en una cueva de noche». Chistes de negros. El descubrimiento de esta inscripción debajo de la pintura del suprematista ruso ha sido presentada como racista. En realidad, el chiste popular es una poderosa herramienta conceptual y nada más lejos del populista Malévich que darle una connotación negativa. Pensemos que Pushkin, por ejemplo, el padre de la literatura rusa, era un moro negro que el paneslavismo ruso ha ido blanqueado a lo largo del tiempo. La connotación de lo «negro», en este sentido, dota de un doble sentido a una forma, a un color, y esta duplicidad de sentidos es propia de lo popular. Lo negro es ridículo y en esa ridiculez también estuvo su fuerza. Lo popular desde el sur, del revés y boca abajo.

La importancia de la escultura negra, de las máscaras negras, para la construcción  de las vanguardias cubista y dadaísta es fundamental: y también para la emancipación del imaginario popular de lo negro. Las señoritas de Avignon de Picasso sitúa en primera línea los imaginarios de raza, género y clase como ninguna obra o tratado lo había hecho hasta entonces. Como señaló el Movimiento de la Negritud -Fanon, Léopold Sédar Senghor o Aimé Césaire-, son lugares comunes, tópicos que por un lado te emancipan y liberan y por el otro te sujetan y cosifican. La mirada del marinero, que al final queda fuera del cuadro como prodigioso fuera de campo, es también la mirada de lo popular. Una mirada del revés y boca abajo.

En 1992, dentro del proyecto Plus Ultra, comisariado por Mar Villaespesa y coordinado por BNV producciones, Adrian Piper presentó en Moguer, en el convento de Santa Clara, el mayor despliegue de sus trabajos en torno a la Ur-Mutter, algo así como la madre originaria. Decenas de cajas de luces con la famosa fotografia de Peter Turnley, una maternidad negra africana al borde de la inanición. Una foto usada en Unicef, en conciertos benéficos por el hambre en el mundo. Sonaba a todo volumen la famosa y ecuménica Misa Luba. Todo un dispositivo populista, holístico y evidente, para dejar claro, como en el cuento La carta robada de Poe, que las pruebas del crimen -la esclavitud, el racismo, la explotación- estaban a la vista de todos, claramente colocadas encima de la mesa. Lo popular resonaba allí fuertemente.

En los sótanos húmedos del convento, las paredes sudaban agua salada y parecían lágrimas. Un Rocío negro. El mundo del revés y boca abajo. Pensemos en hábitos como el blackface –actores o cantantes blancos maquillados como si fuesen negros– es una práctica popular difundida en Estados Unidos desde la tradición del teatro isabelino. Su extensión por todo el mundo tiene también que ver con el mundo al revés, con lo carnavalesco. Es curioso que en el primer cine sonoro aparezca Concha Piquer disfrazada de gitana o Al Jolson con la cara pintada de negro y una peluca rizada, lo que propiamente se llamaba in blackface. La propia Adrian Piper ha arriesgado mucho, conceptualmente, en su aproximación al tema de la ambigüedad social, racial, de género, por lo menos desde sus Funk Lessons, de 1983.

Así, podríamos decir que el género televisivo de la comedia de negros, protagonizada ya por verdaderos negros, es heredera de las comedias blackface, y, desde luego, un espacio de emancipación. En ese sentido, vuelve a actuar la doble conciencia enunciada por Du Bois y la posible sustracción de esta práctica a sus orígenes racistas para convertirse en una agente filo-afrodescendiente. Una revolución que vendrá de la dentadura reluciente de los devoradores de sandía. Así funciona lo popular. Parecería que logra sustraerse a las funciones de su tiempo por no se qué condición impolítica. Pero pensemos que impolítica es la condición de lo popular al borde mismo, ya, de la representación política. Lo popular nunca es apolítico.

 

 

30/01/2025 y 31/01/2025

Centro de Creación Contemporánea de Andalucía C3A, Córdoba

PROGRAMA

30 enero 2025
· 17:30 h. Conferencia: Alejandra Riera. Lenguas mudas-hablantes
· 19:00 h. Performance: Alegría y Piñero. Panorama móvil: De ida y vuelta. Colectivo Ojo Pértico

31 enero 2025
· 17:30 h. Proyección: Joan Acarín, La tendresa de la Bogería, 33 m, 1987
· 18:00 h. Conversación: Joana Masó y Carles Guerra. Tosquelles: la conjura de los márgenes, patologías de lo extraño y patologías transversales
· 19:30 h. Proyección: Ángel Casas, Salta la Tapia, 14 m 50 s, 1978

Muestra: Colectivo USCO y Luis Gordillo

 


Capítulo 2
Elogio de la locura
In Praise of Madness
Loggia dilla follie

Pedro G. Romero

Eximir a alguien de responsabilidad. Enajenarlo. Que, teniendo sus derechos, sin embargo, su testimonio no tenga validez legal ni pueda ejercer responsabilidades políticas.

Digamos que, de repente, te devuelven al estado alienado de la infancia. ¿Alienado? El arte de los locos ha estado en el punto de mira de la vanguardia: art brut, arte psicopatológico,arte marginal, arteterapia, arte outsider, arte psiquiátrico o anti-psiquiátrico. Lo que nos interesa aquí es esa pérdida de representación política que producen ciertas patologías y la potencia simbólica que se acumula en este mismo imaginario. No hay locos, hay pueblo en estado puro. El sentido mágico de la locura en la antigüedad se recupera así, una suerte de verdad profunda emerge del inconsciente sin represión. Lo popular tiene ahí su zona de intersección. Es esa psique perdida la que recupera el llamado «arte de los locos».

¿Sería posible trabajar con varias significaciones de una misma palabra a la vez? ¿Ser capaces de hablar y que las palabras se independicen y multipliquen sus significados por sí solas? ¿Seríamos capaces de actuar, de vivir, bajo esa posibilidad, bajo esa multiplicidad y diversidad de leyes resultantes? Elogio de la locura o Elogio de la estupidez o Elogio de Tomás Moro, pues todos esos títulos son posibles en la «parodia» que dio a la imprenta Erasmo de Róterdam. Elogio de la discapacidad intelectual, elogio de los trastornos mentales o elogio de la psicopatología. Entendamos «parodia» como lo hace Giorgio Agamben, en el sentido de conocimiento verdadero, exacto y profundo de aquello de lo que se habla. Parodia no es solo ridiculizar o, acaso, ironizar, paródico es, también, lo que habla con propiedad y precisión de aquello que no conoce. Que no puede conocer. ¿O hay que haber estado loco para hablar de la locura? El psicoanalista, para Jacques Lacan, ni tan siquiera debe saber muy bien lo que es el psicoanálisis. Esa disposición, ese no saber, es lo que puede permitir que en el discurso aflore lo que va por debajo.

Resulta que, así, lo que se dice derecho es capaz de ponerse del revés y boca abajo. François Rabelais convirtió la Utopía de Tomás Moro en una ciudad de los locos, del mismo modo que imaginó los conventos y monasterios donde los monjes ensayaban modos de vida alternativos, precisamente en eso, en establecimientos o casas de locos. Lejos de cualquier ironía o distancia, Rabelais nos ofrecía un modelo político, una descripción minuciosa de las formas institucionales posibles. Cuando pensamos en el Saint-Alban de Francesc Tosquelles o en La Borde de Félix Guattari no hablamos ya, solo, de posibilidades de entender la clínica o la cura o de dar dignidad a la vida de sus pacientes, sino de la posibilidad de que sobrevivan nuestras más básicas instituciones. No se trata ya de los locos, los cuerdos se miran allí. ¿Acaso el museo, como institución de arte contemporáneo, no tiene ahí sus principales modelos, la guía de cómo podría empezar a transformarse? Mijaíl Bajtín analiza brillantemente la obra de Rabelais, precisamente como eso, como un tratado de antropología, el más fiel retrato de lo que la gente entendía como vida, como forma de vida, como modo de vivir en su época, en los inicios de la Edad Moderna.

Pensemos en los tres años claves de Frantz Fanon en Saint-Alban. Nombramos el primer episodio de pensamiento sur(b)terráneo con el título de su obra mayor, Los condenados de la tierra. Como tantos otros, Paul Éluard o Tristan Tzara, por ejemplo, la experiencia estética -teatro, escritura, dibujo- se convirtió en un instrumento básico de su práctica médica. Fanon había estudiado psiquiatría en Lyon y, de pronto, se encuentra en Saint-Alban con un espacio otro, un lugar democratizado en el que se cuestionan las divisiones tradicionales entre normalidad y patología y se hace del trabajo colectivo y material una experiencia física, directa, incluso violenta, dirá Tosquelles. La traza de Saint-Alban podemos encontrarla en su obra, en su actividad política, del mismo modo que esa misma traza marcaría para siempre Saint-Alban. Es imposible no pensar en su denuncia de cómo el hombre blanco trata a los condenados de la tierra casi como anormales, deficientes, primitivos.

Lo que supuso Saint-Alban fue un del revés, un boca abajo y nosotros lo llamamos pensamiento sur(b)terráneo. No se trata de comparar, pero sí de que pensemos en el trabajo de Alegría y Piñero con el colectivo Ojo Pértico. Su interés por el lenguaje, o mejor, por lo que habla, les ha llevado a trabajar con aquellos a los que se les cuestiona su capacidad de hablar, incluso su potencia fonadora. Así, entendemos nuestro pequeño seminario casi como una extensión de sus propias prácticas, casi como si formáramos parte de un ejercicio más de los que ensayan con Ojo Pértico. Esa es nuestra dirección, nuestro punto de vista, nuestra perspectiva, nuestro devenir, nuestra deriva. Lo que sigue, una suerte de teoría, literalmente, una procesión de cosas que se miran, se deletrea en una especie de vocabulario de términos, de conceptos que, a menudo, se alinean con lo que está en el sur, del revés y boca abajo.

Delirio. Siguiendo ese ejemplo, el propio lenguaje, el de los llamados cuerdos, permite desplazamientos e imaginaciones similares a las que la ciencia médica considera patológicas. Los juegos de palabras, las mímesis delirantes, los isomorfismos, los espejos, las visiones fuera de escala, todo lo que nos enseña el delirio puede deducirse también del uso poético, liberado, del lenguaje. El sueño de la razón produce «monstruos» de Goya, produce, sobre todo, imaginación. Y todavía nos preguntamos, ¿por qué la imaginación delirante coincide siempre con los monstruos de la cultura popular?, ¿quién imita a quién? Mímesis originaria, ¿no es así como funciona el lenguaje?

Alucinación. No siempre se llega al estado de delirio. Pero por medio de las drogas o de distintas gimnasias mentales puede alcanzarse un estado de desposesión física donde el cuerpo hace por sí mismo o por medio de no se sabe qué. El trance de la fiesta, el pathos apolíneo o dionisíaco, la visión de los enfermos, la capacidad de predicción de las videntes, la conexión colectiva de las fratrías, todo lo que sucede al yo, al individuo individual, a su singularidad «single», al sujeto político y social que llamamos «ciudadano». Y todavía estamos poniéndonos de acuerdo sobre el significado exacto de la palabra «alienado». La alucinación es un agujero por el que pueden salir las imaginaciones que van por debajo. Lo llamamos pensamiento sur(b)terráneo.

Deseo. Lo que somos, en lo que estamos insertos. Somos máquinas deseantes que producimos vida. Pero como dicen Gilles Deleuze y Félix Guattari sobre los esquizofrénicos, esas máquinas dejan de ser productivas y ya no son una fábrica sino un teatro donde se dispara la imaginación. Ese es también el modelo de la cultura popular, una esquizofrenia colectiva de pueblos y comunidades enteras. Cuando las máquinas deseantes dejan de ser productivas, cuando no son ya sujetos políticos, entonces son puro fantasma, pura fantasía, pura imaginación. Una máquina que no produce no es estructura sino fantasma. Resulta que el subconsciente siempre es colectivo. No solo no hay sujeto político, ni tan siquiera podemos hablar de sujeto, o sea, hablamos de lo popular.

Esquizoide. A través de Carlos Alcolea, una secta de lectores de El Anti-Edipo, capitalismo y esquizofrenia, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, se constituyó en plástica, en flujo pictórico. Una mirada reaccionaria los ha querido reducir a celebración de la pintura como mercancía y, sin embargo, estaban dibujando en el sentido contrario. «Por el agujero de gusano sale siempre el niño, el loco, el pueblo», escribían parodiando a El Anti-Edipo. La escisión, la separación, la mutilación de la comunidad que efectúa el capitalismo se vuelve contra este cuando se niega la producción magnífica. Balbuceos, desfiguración, roturas, así trabaja el bricoleur primordial del pensamiento salvaje. Michel Foucault los llamaba los anormales. La maquinaria disciplinar que hace ciudadanos normalizados, que construye sujetos e individuos indivisibles, la que fabrica y encarna derechos políticos en un cuerpo viviente, esa máquina también produce errores. Lo que allí habla, en ese error, lo llamamos aquí pensamiento sur(b)terráneo.

Paranoide. Desatar esa escritura, la del esquizofrénico paranoide, tiene sus peligros. De alguna manera el artista realiza una suerte de exorcismo de los miedos de la comunidad, de sus fobias, de sus monstruos. Lucebert se asombraba de que, en España, los monstruos que salían de su cabeza, inmediatamente, llenaban las plazas y avenidas cada vez que había fiestas populares. En realidad, no hay sujeto ni estabilidad psíquica en la imaginación popular y lo que se imagina no depende de una sola cabeza, son muchos los que participan de esa imaginación. Pero, además, esos muchos tienen miedo los unos de los otros. Es casi imposible saber cuándo una mueca es de alegría o cuándo esa misma mueca es de terror. Violencia. Sea por desórdenes del lenguaje o sea por lesiones de una parte del cerebro, especialmente cuando el afuera y el adentro entran en colisión, se produce violencia contra el propio cuerpo. En las fiestas populares suele suceder a menudo que —reminiscencia del chivo expiatorio, exorcismos— estalla una violencia inusitada contra animales, contra figuraciones, contra objetos. Una violencia de unos contra otros. En la cultura popular, la imaginación es, con frecuencia, una forma de dar forma a la violencia: mitigarla,administrarla, dominarla. En la cultura popular, aun en las manifestaciones más positivas, circulan todavía restos de esa violencia originaria. Carnaval o fiesta de los locos. Desde el sur, del revés y boca abajo.

Destrucción. En las patologías de destrucción y autodestrucción hay muchas veces un periodo de latencia en el que esta se proyecta a la imaginación, a las imágenes literalmente. Como sabemos por el cine popular, todo psicópata es un artista moderno en potencia. La fragmentación, la rotura, la mutilación, la combinación de elementos figurativos de diferente procedencia, todas son herramientas que procesan tanto el psicópata como el artista popular. Lo que llamamos destrucción es, muchas veces, una disfunción del uso. En realidad el psicópata o el artesano popular están construyendo un mundo. Siempre hay una idea de completar, de colmar, de no dejar nada vacío ni incompleto.

Lengua. En realidad lo que siempre interesó a las artes,también al arte popular, del mundo de los locos, era lo que allí había de verdad, lo que los locos enseñaban sobre la imaginación, sobre el lenguaje y sus relaciones con el mundo. Antes que los médicos, los poetas atendían la palabra de los locos. Ahí no había un idioma sino una lengua. La lengua como órgano sin cuerpo, una escisión absoluta del lenguaje de cualquier sistema de comunicación. La trasmisión es otra cosa, no necesita mediaciones ni traducciones, no puede reducirse a eso. La lengua es un flujo, un devenir que, yendo, fluyendo, dice.

Lenguaje. En el carácter performativo del lenguaje, ahí reside la verdad de la lengua. No en la coincidencia de esta con las cosas del mundo, sino en el decir. No hay lenguaje popular escrito que no tenga este carácter performativo. El carácter connotativo de la lengua, la mímesis onomatopéyica, la aliteración, el hipérbaton, la rima consonante, la sigla ininteligible, en todos esos usos populares hay un gesto performativo para impedir que la lengua se cosifique como lenguaje. En la disglosia, sea por lesiones físicas o por trastornos psicológicos, se producen los mismos síntomas —según lo llama el argot de la medicina—, los mismos anuncios de una lengua que no quiere ser lenguaje.

Voz. Aprender de nuevo a hablar. En realidad, nacemos con las condiciones necesarias y desarrolladas para la lengua. Esta, después, deviene en lenguaje, incluso escritura, incluso literatura. La voz primera, que va por debajo, es una condición que deviene abstracta. Los que hablamos no podemos saber lo que es. Cuando Agustín García Calvo hablaba de esa voz que va por debajo, literalmente, sin la jerga de la gramática generativa, se refería a lo popular como voz, como voz del pueblo. Esa condición de la expresión de la materia, esa voz, es también el motor de la teoría de la plasticidad de Catherine Malabou. Otra vez, lo que puede un cuerpo.

Plasticidad. No solo el lenguaje, también nuestro cuerpo, nuestros órganos, tienen una capacidad grande de plasticidad. Lo que Catherine Malabou llama «plasticidad» es una nueva consideración de la materia, del materialismo, de nuestro propio cuerpo. No se trata ya de deformaciones del lenguaje, sino de que estas están estrechamente relacionadas con la capacidad plástica de nuestro mismo cerebro. No hay estabilidad en la materia tampoco. Nos hacemos y rehacemos constantemente. Las muecas de la risa van dándole, poco a poco, una nueva configuración a nuestro rostro. Esa cualidad plástica es también una cualidad de lo popular. Como en la trasmisión oral, como en el juego del teléfono escacharrado, todo se transforma continuamente. Lo que generalmente llamamos locura no es más que una de las posibilidades de esa plasticidad, de esa capacidad de transición permanente. Un desvío del sujeto, se va haciendo otra cosa que ya no coincide con el mismo y, por ahí, por debajo, deja hablar a otros. A esos otros que hablan, a eso múltiple que se manifiesta, lo llamamos también pensamiento sur(b)terráneo.

Muda. No hay posibilidad de quedar mudo porque esa condición de no hablar ya nos dice algo. Dice Alejandra Riera que la «h» aspirada y muda de su Ophera es quizás testimonio de lo que desde las instancias centrales de la cultura no ha querido ser escuchado o no ha sabido ser oído. El grupo de teatro Ueinzz está compuesto por usuarios de psiquiatría, terapeutas, pensadoras y poetas, todos aquellos que sienten el mundo vacilar. Pues bien, esta comunidad de los que no tienen comunidad interroga a la estatua desmontada de Colón, en la plaza del mismo nombre, en Buenos Aires, en un intento de hacer hablar, murmurar, mascullar, a los sin voz. Se trata, además, de una película «sin imágenes». ¿Qué significa eso? Imágenes latentes, olvidadas, inconscientes, soñadas. Hay gestos en este despertar entre las imágenes y los textos que empiezan a ser audibles. Hay algo en este despertar de las imágenes que empezamos a ver.

Eco. Una voz y su eco. Eso es el lenguaje. Es el reflejo primero y ordenado del que nace la primera fase y el reparto de intensidades y funciones de los distintos ecos. Cuando pones un espejo en la boca del moribundo y se empaña significa eso, que está vivo, que sigue viviendo. El espejo no es solo la memoria, es también la primera prueba de la voz. El mudo, el que se queda callado, necesita del espejo para recobrar la voz. En México cuelgan espejos del cuello de los santos para que, después, cuando les recemos, nos devuelvan la imagen de unos labios que se mueven y repiten la jaculatoria, imitan la voz. La llamamos cultura popular cuando debiéramos decir cultura mimética.

Lo popular desde el sur, del revés y boca abajo: pensamiento sur(b)terráneo.

 

 

17/02/2025 y 18/02/2025

Teatro Central, Sevilla

PROGRAMA

17 de febrero 2025
· 18 h. Conversación: Isabell Lorey y Gerald Raunig. Multiplicity and Vagabondage. Conceptual Songs. Invitado especial: Marcelo Expósito
· 20 h. Doble proyección: Esteban J. Escobar y Nadine Wanono, Bon cop de falç, 52 m 53 s, 1977 y Helena Lumbreras junto con Colectivo de Cine de Clase, A la vuelta del grito, 42 m, 1978

18 de febrero 2025
· 18:00 h. Conversación: Antonio Gómez y Andrea Soto Calderón. Sur/versiones: variaciones de lo popular-
· 19:30 h. Actuación: proyecto eLe. Canciones de la Guerra Social Contemporánea

Muestra: Andreas Fogarasi, Ruth Ewan y Chto Delat

 


Capítulo 3
Teatro proletario de cámara
Proletarian Chamber Theatre
Dramattice Prollettariari a Camera

Pedro G. Romero

En la teoría política, representación y participación ocupan, seguramente, lugares opuestos. En la práctica artística, sin embargo, representación y participación son continuos, se exigen mutuamente, son potencias que se estimulan la una a la otra. En ese sentido, lo popular es un teatro exacto, una escena ideal, en el sentido amplio de la palabra teatro: en el sentido de un teatro-sin-teatro, donde se dan todas las cualidades del teatro sin las reglas del espectáculo escénico. La performatividad – y, en las artes populares, música y baile se privilegian– es la clave, no hay representación sin performers. Hasta en los objetos de artesanía, la performatividad es una cualidad importante. También, no hay que olvidarlo, se exponen, ahí mismo, las claves de un sistema de dominio para esas masas subalternas que no tienen representación política y luchan por alcanzarla. En España pagana el escritor afroamericano Richard Wright observa cómo el franquismo ejerció su dominio con una disuasión basada en el control del espectáculo público y no solo con la represión policial. Desde los años 1960, ese pueblo, que quiere emanciparse, tiene otra posibilidad para la participación frustrada tras el golpe militar que acabó con su representación política. Representación y participación que trajeron, desde principios del siglo XX, aquellas generaciones que alcanzaron la Segunda República española.

Entonces, si lo popular funciona a condición de no tener representación política, ¿cómo es que su reivindicación es una fuerza política mayúscula? «Paradoja es como los tontos llaman a la verdad», escribió José Bergamín. Pero esta diatriba no es contra los «tontos», o sea, el pueblo, sino contra los sabios que decidieron inventar la paradoja. Lo popular es algo que siempre emerge desde ese ir por debajo. Lo popular siempre pide modificar su situación espacial y temporal y alcanzar, desde su eficacia simbólica, una representación política necesaria. En ese sentido, lo popular siempre está renovándose, nunca es la misma cosa, aparece, desaparece y vuelve a aparecer. Lo popular desde el sur, del revés y bocabajo.

Entendamos que, en España, la lucha por la representación política de la clase obrera se reinicia en el tardofranquismo a partir de la llamada «apertura» del régimen dictatorial en los años 1960. Abrirse, me temo, fue la manera que tuvo el nacionalcatolicismo para evidenciar que estaba hecho de capital. Lo popular muta de nuevo. Parecería que vuelve a ponerse en marcha el proceso que llevó al Frente Popular a ganar las últimas elecciones de la Segunda República. Pero no, algo ha cambiado entonces. Algunos lo llaman Mayo de 1968, otros tardocapitalismo, otros posmodernismo. El caso es que la emergencia del anticolonialismo, el feminismo y los movimientos de reivindicación LGTBIQ+, junto a otras olas contraculturales – ecologismo, animalismo, ludismo– dividen y multiplican cierta uniformidad de las reivindicaciones plebeyas. Lo popular multiplica sus formas de aparecer o hace explícito que siempre apareció por lo múltiple. En esta nueva complejidad, lo popular tiene un funcionamiento paradójico que expresa en nuestro presente eso que llamamos populismo, pensamiento sur(b)terráneo.

La ambigüedad del populismo, que recorre el espectro político de izquierda a derecha, tiene que ver con la condición impolítica de lo popular. En ese sentido es manejable, manipulable, puesto que juega en un espectro donde lo político no funciona. Escribe Miguel Hernández: «Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me avientan la garganta». La comunidad, dirá Georges Bataille, no se construye políticamente sino que su constitución hace nacer la política, la precede. Como, por ejemplo, «la comunidad de los lectores de un mismo libro», concluye Maurice Blanchot. ¿Preceden sus lectores la aparición de un determinado libro?

La ampliación del campo de hegemonía cultural de lo popular, teorizada por Antonio Gramsci desde Los cuadernos de la cárcel, es el principal resultado del ciclo de revueltas que llamamos Mayo de 1968. Ya no son solo las cuestiones de clase, sino que la lucha por la hegemonía se amplía a otros campos como, por ejemplo, el género o la raza. Es el capitalismo el primero que se da cuenta de esa ampliación del campo y, mucho más tarde, con gran parte del terreno comido, lo asumirán las economías socialistas. Lo que dice Guy Debord es que ese espectáculo integrado, difuso o concentrado, supone, de facto, una expropiación de la vida y una falsificación de lo verdaderamente popular. Parecería que el proletariado habría desaparecido enterrado por una avalancha de equipos de música, de televisores, coches utilitarios y planes de vida, señaló Raoul Vaneigem. Pero podemos considerar proletariado a todas las personas que no tienen la posibilidad de modificar el espacio y el tiempo social que les ha sido asignado. La sociedad del espectáculo no es un libro de semiótica de los medios, no es Marshall McLuhan ni Jean Baudrillard. Lo que el capitalismo y el socialismo expropian a lo popular es lo mismo, la posibilidad de mantener su autonomía en el tiempo y el espacio. Lo popular del revés y bocabajo.

También, lo subalterno es teorizado por Antonio Gramsci desde la cárcel. La subordinación de las clases populares se presenta con una distinción absoluta y dependiente entre lo simbólico y lo político. Solo cambiando la hegemonía cultural pueden emerger políticamente las clases subordinadas. Cuando Gayatri Spivak se plantea si «¿Pueden hablar los subalternos?», las condiciones hegemónicas han cambiado y las subordinaciones no solo tienen que ver con cuestiones de clase. Para que hablar no se convierta en mera representación no basta con la experiencia, con el modo de hacer, es necesario el experimento, la forma de ser. Experiencia y experimento como posibilidad de ese empezar a hablar. Abrir la posibilidad de un subalterno que habla, eso es pensamiento sur(b)terráneo.

Para Jean Paulhan, el «terror» es una opción poética en la que el poema tiene las mismas cualidades que una piedra en el camino, simplemente es. Al contrario, «retórica» es la herramienta que sabe que solo podemos expresar el mundo mediados por el lenguaje. En las artes populares esta distinción es socavada constantemente. Las sofisticadas retóricas del juguete o la historieta, según Walter Benjamin, tenían la virtud de aparecer naturalizadas, como si emanaran del folklore –folk, volk: pueblo– sin mediación alguna. Esta capacidad para disolver distinciones artísticas y polarizaciones estéticas es otra cualidad de lo popular. No se trata tanto de que el tema sea popular sino de que sea popular el modo de hacer. Ese del revés y bocabajo que llamamos popular.

Esta contradicción entre «retórica» y «terror» tiene en la poesía –en su amplio sentido de «poiesis», como modo de hacer– su gran campo de acción. Vayamos a un «por ejemplo». Entender, por ejemplo, que la experimentación visual es una continuidad de la rima, incluso del ripio popular, es fundamental para poder comprender el campo expandido de la poesía moderna. Cuando, por ejemplo, João Cabral de Melo Neto imprimió en Joan Brossa un giro materialista, este no solo recuperó su vocación populista, también indagó en la materialidad y artesanía de las propias letras impresas. Lo que aparece como «terror» es dado como «retórica» y viceversa, la «retórica» es cualidad necesaria para alcanzar el «terror». La cualidad popular de la poesía de Brossa, por ejemplo, es profundamente experimental y su experimento fruto de su profunda experiencia menestral y del desclasamiento sufrido en medio de la sociedad de consumo. Léanse desde ahí, por ejemplo, los signos puestos en juego, léanse desde ahí lo que parecería mero juego semiótico en Andreas Fogarasi, Ruth Ewan o Chto Delat. La capacidad de juego abre la experiencia para que aparezca lo popular: desde el sur, boca abajo y del revés, pensamiento sur(b)terráneo.

En su crítica al espectáculo, Guy Debord no esconde que, en su propia expansión, en la colonización del mundo que el espectáculo significa, hay una verdadera guerra en marcha y que es esa guerra la que va colonizando el mundo. En las competiciones deportivas, en los concursos de televisión, en las listas de éxitos musicales, en la proliferación del like y unlike de las redes sociales, son estas fricciones capitalistas las que incorporan la imaginación popular al sistema político sin darle derechos ni considerar emancipación política alguna. Esta condición agónica es lo contrario del juego, de hecho, en el verdadero juego se desmontan siempre las reglas utilitarias de la competición. La crítica del espectáculo no es una crítica de la imagen sino de su administración.

Desde luego es el valor de cambio el que construye el espacio social y su economía política. Pero el mercado popular mediterráneo, el bazar como origen popular del capitalismo, nació en una sociedad en que, necesariamente, ese mercadillo tenía que sustraerse al poder político. Frente a la violencia de una economía de guerra, de una economía planificada, de una economía global, el mercadillo suponía una alternativa. Esa hegemonía del gran mercado como base de la economía política supone también una expulsión a los márgenes del capital simbólico de lo popular que, sin embargo, reaparece siempre en forma de mercadería. Por eso la crítica de la mercancía está también en el centro de lo popular, por su condición profundamente materialista. Lo popular se expresa siempre en regalías. La miseria de un bazar de todo a un euro es un poema de lo popular, con la misma épica que Walter Benjamin veía en el ropavejero, en el cartonero, en el trapero. Ese «lumpen», literalmente, es lo popular. Frente a la gran Historia, con mayúscula, las historias minúsculas.

Frente al gran Mercado, con mayúsculas, los mercadillos. Como escribe Victoria Gago, también lo plebeyo es una forma de economía. Del revés y boca abajo, pensamiento sur(b)terráneo.

Lo popular no es un consuelo. «Defiéndeme de lo que amo», escribía Jenny Holzer. Otra de las formas de control de lo popular simbólico para que circule sin voz ni reivindicación política alguna tiene que ver con otorgarle una falsa hegemonía cultural. El control de los medios audiovisuales permite que lo popular simbólico se acomode. La industria de explotación de lo popular es, a día de hoy, el principal sistema de dominio, la religión de nuestro tiempo, eso que Marx llamaba «el opio del pueblo». El capitalismo ha sabido ser hegemónico así: haciendo de látex, mucho más elástico y flexible, las viejas cadenas de hierro. Lo popular a la luz del día, puesto bajo los focos del espectáculo, reproducido mil veces por los medios de producción tiene sus sombras. Es en ese lado, «a siniestra», oscuro, jondo, donde lo popular sigue circulando y no en su paradójica y omnímoda encarnación virtual. Lo popular anda siempre por la sombra, del revés y boca abajo.

A menudo, lo mismo que nos libera acaba por esclavizarnos. Es un adagio que suele aplicarse a cosas tan distantes como la tecnología o la religión. La cultura popular está construida sobre esa misma contradicción. Como en los rituales ancestrales, lo que nos libera también nos subyuga. Flujo y reflujo, el primero libera, el segundo esclaviza, ¿y el tercero? Solo un continuo hacer performativo, una transformación perpetúa y orgiástica permite a lo popular que el flujo emancipador se imponga. Solo el fuego, lo que divide, lo que da sombra, «está» popular. Lo popular solo se perpetúa en base a su agotamiento, partiéndose, dividiéndose, quemándose. Los sujetos pierden eficacia simbólica a cambio de emancipación política y esta, la imaginación popular, es tomada por otros en la escala social subordinada, si se quiere llamar así. Es un movimiento continuo. Lo confortable no es confort. El tiempo se palpa con las manos en la fiesta continua de lo popular. Walter Benjamin decía que la moda –lo que cambia, incluso banalmente– era la única historia que tenían entre las manos los pobres de solemnidad. Así, por ejemplo, llamamos a la música popular flamenco, jazz, pop, rock and roll, electrónica, reggae, reguetón, hip-hop, rap, trap, etcétera. Lo popular no son las canciones sino la gente que canta. Lo popular desde el sur, del revés y boca abajo: pensamiento sur(b)terráneo.

 

 

27/03/2025 y 28/03/2025

Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla

PROGRAMA

27 marzo 2025
· 17:30 h. Conferencia: Edwin Nasr: Soon You’ll Please Their Appetite, Notes on Critique and Resistenace
· 19:00 h. Performance: Fatma Cheffi. Steal, steel, still Fatma

28 marzo 2025
· 17:30 h. Conferencia: Catherine David. Lo popular y moderno en el mundo árabe del siglo XX
· 19:00 h. Proyección: Mohammed Shebl, Anyab (Fangs), 1 h 40 m, 1981

Muestra: Terry Berkowitz, Gustavo Bacarisas, Rogelio López Cuenca, Agustín Parejo School y Peña Wagneriana

 


Capítulo 4
Un orientalismo subalterno
Subaltern Orientalism
Uni subalternissimo dessorienttazioni

Pedro G. Romero

Afirmaba Américo Castro que, en América, llaman popular a una parte de la herencia  ibérica, que no era otra cosa que posos de las culturas árabes y judías que nos habitaron. Lo árabe y lo judío, lo musulmán y lo judaico, nos incumben porque también somos nosotros. No son solo noticias históricas, los varios siglos que estos pueblos pasaron en el solar ibérico, la rápida conversión de la población hispanorromana al islam o la proliferación de Sefarad, es que la continuidad cultural con el norte de África y el Mediterráneo nos emparienta con estas formas sociales y culturales.

Desde luego, cuando llegó la hegemonía cristiana, lo árabe y lo judío se depositaron en las clases populares, en los de abajo. Los famosos marranos no solo construyen la gran cultura europea —Montaigne o Spinoza— sino que también, resistiendo desde abajo, sin el reconocimiento político de sus derechos, son el gran venero de nuestra cultura popular. ¿Por qué la academia hace nuestro a Séneca y olvida a Averroes o a Maimónides? En su obra maestra Orientalismo, Edward Said, sin embargo, desprecia que las clases populares, las castas más bajas, usen este legado «exótico» para legitimar sus formas de vida alternativas ante las culturas europeas que nos estaban colonizando. Pero fue de esa manera que lograron salvarse ante el poder y las clases dominantes de nuestro propio país. Esta paradoja singular ha servido para que usos y costumbres que nos legaron culturas norteafricanas, árabes, semíticas, formas religiosas musulmanas o hebreas, sobrevivan en el tiempo. Las clases populares las reivindicaron, por ejemplo, ante la mirada exótica de los colonizadores ingleses o franceses, los de la ilustrada Europa, y las vindican como formas de vida propias frente a la burguesía local que los explotaba, incluso frente a la aristocracia petimetre que quería modificar sus usos del tiempo del trabajo o de la fiesta. O sea, lo popular desde el sur, del revés y bocabajo.

Pensemos en la maurofilia. Las imágenes de lo moro, fruto de la dominación o de la emancipación, se emparentan por aquello que las conforma. Lo que no es político en estas imágenes es lo igual, un tipo de imaginación que podemos llamar popular. La valoración de lo político cambia con el tiempo, los vientos de la historia y las condiciones materiales de producción. Pero siempre hay un resto, y ese resto es lo popular. Siempre resulta ridículo que se llame orientalista a un artista granadino por pintar la Alhambra. Uno puede entender que un inglés o un francés se recree en lo exótico (sic), pero aquí se trata de algo, ese difuso árabe o judío, que nos incumbe. La maurofilia es, también, un reconocimiento histórico. Sí, «somos moros», como cantaban en la Peña Wagneriana.

Lo que nos conforma. Los bazares árabes, los mercados magrebíes, los restaurantes libaneses, los shawarmas turcos, las tiendas de paquistaníes, en fin, resultaría ridículo llamar «orientalismo» a todas esas culturas de la inmigración. Si hay algún sitio en el que el capitalismo tiene rostro humano es este. La tienda y el padre o el mercado desmontando el patriarcado. Si el capitalismo tiene su origen en los mercados de los puertos mediterráneos, también allí debería tener su fin. Los análisis de Verónica Gago en La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular muestran esos límites y esas potencias al borde de que lo popular se convierta en político. Desde abajo, es posible una economía plebeya que, con lo popular, se enfrente a la gran economía de empresas y Estados. La caridad, una cualidad especial de nuestras prácticas católicas, seguramente le debe casi todo a la herencia musulmana.

Abundemos en esto. ¿Cómo es que el islam, tradicionalmente tildado de antiguo, construyó primero el imaginario de abundancia que prima en nuestros modernos centros comerciales? La perezosa crítica económica capitalista y socialista sigue sin entender que la diferencia pasa por la separación absoluta entre economía y forma de vida.

Lo que los imaginarios populares certifican es que allí donde hay acumulación no hay crédito. El capitalismo financiero es, sobre todo, una abstracción de la abundancia y su administración fantasmática. En el pensamiento salvaje la mercadería se toca. «Aquí se fía». Efectivamente, «financiero» viene de «fe», «fides», «pistis». Lo que el islam protege es una religión frente a otra religión en la que ahora se ha convertido el capitalismo.

La tensión entre la imaginación popular de los migrantes magrebíes, por ejemplo, y los sistemas de represión y cooptación de los países que los acogen es inaudita en una economía que se dice de mercado. El trabajo, convertido en mercancía, es explotado por las sociedades dominantes de los países de acogida a base de limitar y mermar los derechos de los que llegan. Llamamos popular a ese excedente de imaginación que, como una suerte de resistencia, surge del enfrentamiento entre los mismos modos de hacer que la ley hace dispares. Y esa imaginación, sí, también toma la forma de mercancía. La explosión de golosinas visuales en tiendas de chinos o paquistaníes se sostiene, sí, en esa violencia capitalista. Lo popular del revés y boca abajo.

Lo árabe, lo musulmán —llamemos así a un legado que es mucho más complejo, obviamente— no puede seguir rechazado con la lógica del amigo-enemigo.

Definitivamente, lo árabe es amigo. No se puede pensar la filosofía europea sin el legado infinito de Averroes. Incluso, por contradictorio que parezca procediendo de una cultura anicónica, nuestra concepción dialéctica de las imágenes no podría entenderse sin la concepción filosófica de Averroes para lo que son las imágenes. Pero, también el amor, la concepción europea del amor cortés, por ejemplo, no sería concebible sin la mística árabe, sin la literatura sufí. Estas concepciones del dinero, del arte o del amor están anudadas en la ritualidad popular de una manera que supera, muchas veces, nuestra concepción europea patriarcal bienpensante. Abrir la posibilidad a ese intelecto, contradiciendo ahora a Averroes, situando esa imaginación en la tierra y no en el cielo, a eso llamamos pensamiento sur(b)terráneo.

Es curiosa la palabra estereotipo. Que etimológicamente signifique «diversificación» —esa raíz, «estéreo»— y que haya devenido «caricatura», es decir, «fijación peyorativa de una cosa». En la construcción de los estereotipos son fundamentales los medios de comunicación. De hecho, es la plancha de impresión la que da esa idea de fijación. Series como Los españoles pintados por sí mismos —antes conocimos a los franceses o los ingleses pintados por sí mismos— se convierten en la gran fábrica de tipos y estereotipos. En esas representaciones se cuela lo popular, en muchos sentidos se construye de forma espuria. Pasa lo mismo con los retratos exóticos del moro. Lo popular es una especie de residuo, de ruido que altera los medios de comunicación hegemónicos.

La idea de «cruzada», por ejemplo. Desde la construcción medieval del otro como infiel, la violencia tiene un importante papel en la configuración de lo popular. En muchos sentidos, los vencidos construyen su imaginación residual del mundo en la forma que llamamos popular. También, entonces, las guerras culturales tienen un importante papel en la configuración de lo popular, aunque sea entre grupos políticamente hegemónicos. La contradicción no exime de efectividad a los representados. Pensemos en la construcción estereotipada desde la izquierda de la imagen del moro durante nuestra guerra civil, cuando algunas tropas indígenas marroquíes luchaban con los militares golpistas del general africanista Francisco Franco. Nadie puede pensar que los imaginarios emergen sin fricciones. Cuando la imaginación aparece entra, desde luego, en el debate político. Esa complejidad es pensamiento sur(b)terráneo.

O la figura del «durmiente», otro ejemplo. La figuración popular es, también, una abstracción. Hay climas, atmósferas, arabescos, que se construyen como paisajes en el imaginario popular. El terrorista chiita, el yihadista, las células durmientes,  las huestes del Isis, del Estado Islámico, de todos estos ejércitos nihilistas, como el terrorismo anarquista de finales del siglo XIX, construyen una imaginación popular donde toman el lugar de los monstruos, dragones y lobos feroces más tradicionales. La fábula —algo imposible de entender desde lo políticamente correcto — es siempre alegoría del trauma, de la tragedia. La posibilidad de hablar de lo que no se puede hablar, la corrección popular de lo místico. Lo popular, puesto del revés y boca abajo.

Lo dicho, «lo moro» somos nosotros. Efectivamente, somos, seguimos siendo moriscos. Todo lo que tiene que ver con las muchas culturas que llamamos árabes o musulmanas  es algo que esencialmente nos afecta, nos sitúa, pertenece a lo que somos, a donde habitamos. La cultura popular, desde el folk a los estereotipos pop de la mercadería, es un continuo reflotar ese imaginario de lo moro. La mirada del turista, por ejemplo, nos dice continuamente quiénes somos y dónde estamos. Esa pornografía de la mirada del guiri nos desarma, nos irrita por lo que contiene de verdad. No es solo el peso de la historia y de la geografía, sino también lo compartido. Los pobres entienden mejor a los pobres. Como decían los Agustín Parejo School: «somos moros, estamos negros». Cuando abogamos por el conocimiento del mundo árabe y musulman, tal y como se extiende, en su diversidad, por todo el mundo, estamos intentando conocernos. No se trata de la idea que tienen nuestra instituciones atlánticas, europeas o norteamericanas sobre lo que significa lo árabe, lo moro, lo musulmán, sino de cómo se entienden ellos mismos, cómo se enuncian, cómo se afirman y se niegan, qué dialécticas los atraviesan. Cuanto aprendimos con Catherine David y sus Representaciones árabes contemporáneas tenía que ver con encontrar esa voz otra y no solo el reflejo en nuestros espejos académicos, históricos, científicos. Para entender qué es lo popular aquí, en el sur de la península ibérica, hay que saber como funciona en Egipto, en Líbano, en Irak, en Irán. Nuestros vecinos marroquíes, saharauis, argelinos, bereberes, mauritanos o tunecinos nos participan culturalmente, comparten con nosotros miríadas de constelaciones de imaginación.

Habría que pensar, por ejemplo, como representan ellos el ciclo de explotación colonial, esas resistencias que llamamos desde lo popular, lo subalterno. No se puede seguir pensando, en la época de la fotografía, el cine, los audiovisuales —¿por qué triunfan las telenovelas turcas?— y las imágenes en las redes, que lo árabe, que los musulmanes, son una cultura anicónica, contra las imágenes. A veces, se quiere hacer de las árabes culturas hápticas o sonoras como si no hubiera siempre una continuidad entre los sentidos, como si fuera posible tocar y oír sin ver. Es más, hay que pensar de nuevo el estatuto de las imágenes a la luz de cómo funcionan en esas culturas, en esos mundos, el ruido que producen allí las imágenes, que producen sobre nuestras propias imágenes. De la misma manera que en el trabajo mediado —estampación, fotografía, cinematógrafo, etc.— lo popular aparece como ruido.

Llamemos ruido, entonces, al esfuerzo del trazado, al grosor de las imágenes, eso es lo que produce aquí, violentando líneas y garabatos, eso que llamamos lo popular. Esa agresividad de las líneas, desde luego, es hija de la reproducción técnica, es una respuesta, una respuesta a la contra de la producción natural de las imágenes. Reproducción frente a producción, podríamos decir. Y por eso mismo lo popular es, muchas veces, el resultado de fricciones, de violentas fricciones en el campo de la representación. Desde el sur, boca abajo y del revés, pensamiento sur(b)terráneo. No podemos entender como una casualidad que el conflicto árabe-israelí, el que más sangra esta parte del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, sea también una guerra civil entre las culturas judías y musulmanas que nos alientan, que están empujándonos desde abajo. Desde la imposición territorial del Estado de Israel hasta las recientes masacres de Gaza. No podemos dejar de pensar estos conflictos sin recordar la expulsión de los judíos de los reinos de España y, antes, la conquista cruenta de los distintos reinos musulmanes que configuraron la península ibérica.

Cuando hablamos de guerra cultural no es en el sentido banal que quiere darse hoy día a cualquier enfrentamiento ideológico, sino a un entendimiento de la cultura como cultura de guerra. No hay documento de cultura que no lo sea también de barbarie. Lo popular, sin embargo, como decíamos más arriba, como una cultura de los vencidos, de los derrotados, como una cultura de resistencia de las distintas diásporas, debe saber qué partido tomar. Como escribía Rogelio López Cuenca: «Somos moros, estamos negros, Andalucía, Yamahiria». Del revés y boca abajo.

Una última mirada al «arabesco», otro lugar común. La violencia del arabesco, como señalaba en La celosía Alain Robbe-Grillet. Toda la amabilidad del espacio decorativo popular tiene una función escópica que muchas veces nos negamos a ver. Pero, en general, lo que lo popular nos enseña —al contrario de la versión primitivista e ingenua con que se pretende presentar, es decir, lo popular domesticado— es esa mirada en arabesco, compleja, transversal, fuera de norma, ajena a las dialécticas de la imagen, una mirada que se construye por sorpresa. Cuando Agustín García Calvo hablaba de lo popular como eso que iba por debajo, hablaba también de lo emboscado, de lo agazapado que, de pronto, salta sobre nosotros y nos obliga a mirar. Lo popular desde el sur, del revés y boca abajo: pensamiento sur(b)terráneo.

 

06/06/2025 y 07/06/2025

Centro Federico García Lorca, Granada

PROGRAMA 

6 junio 2025
· 17:30 h. Conversación: Pastora Filigrana y María Cabral. Quiere abrir el día y no puede
· 19:00 h. Doble proyección: Miguel Alcobendas, Camelamos naquerar, 16 m 25 s, 1976 y Ramón Pareja, Camelamos naquerar, 1977, 23 m

7 junio 2025
· 17:30 h. Conferencia: Sarah Carmona. Ima(R)genes a contrapelo. El paradigma gitano. Entre extimidad y elaboración política
19:00 h. Actuación: Perrate. Infundio real y mágico


Capítulo 5
Camelamos naquerar
We want to Speak
Dessearimori lirar

Pedro G. Romero

Camelamos naquerar, o sea, «queremos hablar» en caló, la variante gitana ibérica del romaní, la lengua de los gitanos, es una importante obra escénica escrita por José Heredia Maya con música y baile de Mario Maya, presentada en 1976 por la Compañía de Teatro Gitano Andaluz de Mario Maya. Todavía, en la prensa de la época, en la misma cartelería de la pieza escénica, aparece unas veces «naquelar» y otras «naquerar» lo que hace todavía más evidente lo tembloroso de aquella reivindicación primera. Camelamos naquerar marca un hito en las reivindicaciones del pueblo gitano en toda Europa. Por tanto: ¿pueden hablar los subalternos, como se preguntaba Gayatri Spivak? El asunto es precisamente ese. Cuando hablan, cuando consiguen tener una voz política, cuando avanzan en el par representación-participación política, entonces pierden su condición subalterna. Pero es en ese articularse, en ese empezar a hablar, donde aparece eso que llamamos lo popular. Los gitanos, como uno de esos grupos humanos que el primer Marx llamó lumpen-proletariado, llevan años hablando sin que nadie los quiera escuchar. Es el sino de los pobres, del lumpen, de los desclasados por abajo. Hablan solos. Nadie los escucha. Camelamos naquerar desarrolla esa potencia de los que quieren hablar. Lo popular es, entonces, sobre todo, una potencia que sabe permanecer como tal. Una potencia que, aunque se exponga, aunque participe en la plaza pública, sigue sustrayendo a la política por más que quiera participar de esta. En ese umbral, sí, aparece lo popular.

Los gitanos, los romaníes, los Rrom, son un pueblo, un sujeto político que está constituyéndose y que quiere marcar el paso de su propia Historia, o, mejor, de sus propias his­torias, escritas así, con minúsculas. Los gitanos tienen una forma de entender el mundo y, a la vez, han desarrollado es­trategias para ser capaces de sobrevivir a la manera en la que los europeos blancos concebían ese mismo mundo. En ese enredo entre la propia episteme y los détournement que han practicado sobre otras culturas europeas surge, de manera ejemplar, una concepción particular de lo popular, un motivo cambiante, en transición permanente. No es fácil de ver a primera vista. En las peores condiciones, con todo adverso, sin nada, desde el abajo, vemos que algo se mueve por debajo mismo del limo, de la arena, del suelo, vemos que la tierra tiembla, un temblor pequeño, una polvareda que se levanta, eso es lo popular. A eso llamamos pensamiento sur(b)terráneo.

Los gitanos. Que sean, precisamente, los que no han tenido representación política alguna, los excluidos de la ciudadanía de la nación, los eternos extranjeros, los otros por excelen­cia, los que, de alguna manera, desde el siglo XIX, sustentan el imaginario simbólico de la nación –Carmen, los toros, el flamenco–, los tópicos, los lugares comunes, los estereotipos, en fin, no deja de ser significativo. Desde primera hora, y no solo en España, en toda Europa, los gitanos significan. No «son» todavía, pero significan cosas. Esa capacidad significante es a lo que llamamos lo popular. Cuando los gitanos quieren hablar tienen que hacer compatible su sujeto político con el obje­to imaginario que les ha permitido sobrevivir, o como dice Américo Castro, «vivir desviviéndose».

El lumpen-proletariado. Es cierto que Marx se arrepintió, en cierta manera, de haber acuñado la idea de lumpen-proletariado. Para él se trataba de los desclasados –mendigos, gitanos, prostitutas, delincuentes…, «eso que los franceses llaman la bohemia»–, los que traicionaron la revolución del proletariado aliándose con la burguesía y la aristocracia decadente. El lum­pen –en alemán es la palabra para trapo, de trapero, miserable, andrajoso, harapiento– son los pobres de los pobres. Giorgio Agamben habla del gag: un actor se mete un trapo en la boca e intenta decir algo sin hablar. El público se ríe. Hay comuni­cabilidad pero no comunicación. O sea, lo popular.

No solo bajo el capitalismo triunfante, también el pueblo úni­co que exigía el socialismo persiguió a los gitanos. En la Unión Soviética, en el bloque del Este, se les obligaba a traslados forzosos, se les quemaban sus asentamientos, se les obligaba a integrarse en el pueblo soberano a la vez que se les señalaba como populacho. De manera integrada se les hacía lo mismo que en las naciones liberales se les aplicaba de manera difusa: persecución, asimilación, integración. Desde la caída del muro de Berlín esas voces reaccionarias han vuelto a unirse. Ahora lo difuso y lo integrado operan juntos, en las persecuciones de Hungría o en la continuidad con que el mercado liberal los sigue «protegiendo», un eufemismo que quiere, sobre todo, desactivar políticamente lo que es una concepción distinta de la vida.
«Gipsy» es una palabra incómoda, igual que el término alemán «Zigeuner». Son los equivalente de «gitano» y, sin embargo, aquí, en España o en Portugal, los propios gitanos, los ciga­nos, aceptan esa denominación sin considerarla necesariamente despectiva. Roma o Rrom es, generalmente, la denominación polí­tica que los gitanos se dan a sí mismos. «Gipsy», en inglés, ha tomado, además, otra deriva que se podría traducir como «agita­nado», pero en el sentido de «bohemio», otra palabra que, por cierto, también significa «gitano».

Incluso, como veremos más adelante, «flamenco» es una palabra que entra en este juego de sinonimias. Rrom es una palabra extensa, propiamente política. Pero debido a toda esa inestabilidad del significado, donde se quiebran los sentidos de «gitano», «gipsy», «Zigeuner», «bo­hemio» o «flamenco», ahí encontramos lo popular. Desde el sur, boca abajo y del revés, pensamiento sur(b)terráneo.
Gross-Stadt Zigeuner, la película de Moholy-Nagy, de 1932, se traduce por «gitanos de la ciudad» o «gitanos metropolita­nos», pero también, por ampliación del campo semántico, se ha llegado a hablar de «urbanismo gitano», una forma determinada de estar, de hacer la ciudad. Lo popular se crea así, una forma de vida determinada produce imaginación. No es que elaboren producciones materiales concretas, artesanías o fiestas, pen­sando en cumplir una función determinada en el cuerpo social. El modo de hacer, la forma de vivir, connota estas funciones, estas producciones, estas relaciones, y se manifiesta la ima­ginación. Esa imaginación circulando por la ciudad ya es po­lítica, literalmente, se hace «polis», se hace ciudad. Lo que hace Moholy-Nagy en su película es localizar una forma de vida particular y asistir al momento en que pone en marcha algunos de los mecanismos de su imaginación colectiva. Y esto pasa en Berlín, en la periferia de una de las grandes ciudades del norte de Europa. Sin contradicción alguna, lo popular desde el sur, del revés y bocabajo.

No solo los gitanos, los mercheros, los quincalleros, los moinantes, lo que llaman en inglés travellers, sino muchísimos grupos humanos disidentes de la vida arraigada en ciudades, de la ciudadanía impuesta como organización social desde los siglos XVI, XVII y XVIII. Sus métodos de supervivencia siguen preceptos premodernos, anteriores desde luego a la Revolución Industrial. Quincalleros son los vendedores de quincalla, originalmente ma­terial de ferretería, lateros, cosas metálicas de poco valor y ese «poco valor» ha acabado adueñándose de la palabra. Los gita­nos estaban especializados en estos oficios, ya digo, como otros grupos sociales en su ejemplo. Los mercadillos, los mercados de pulgas, los rastros, son lugares donde se pone en escena toda esta imaginación. Del mismo modo: traperos, buhoneros, chatarre­ros, cartoneros, rebuscadores gitanos y no gitanos nos enseñan un modo de hacer nítido y transparente de cómo funciona nuestra imaginación. Lo popular del revés y boca abajo.

El concepto de «arte degenerado», Entartete Kunst, fue desarrollado por los nazis a partir de las teorías del judío Max Nordau. Para los nazis significa la influencia en el arte del lumpen proletariado, los judíos, los negros, los gitanos, los enfermos mentales, las prostitutas, los homosexuales y los comunistas. El exterminio de todas esas formas y modos de vida particulares es una muestra cabal de la barbarie, una mons­truosidad generada, paradójicamente, por el proyecto blanco y eurocéntrico de Ilustración, escrita así, con mayúsculas, y administrada por las burocracias de los estados modernos. En muchos sentidos, el concepto «degenerado» acabó designando a todo el arte de vanguardia. Lo degenerado no es más que una mutación de las formas hegemónicas consolidadas que se trans­forman en otra cosa. En esa operación de decadencia, de bajar hacia abajo, en ese gesto de los desesperados, aparece también lo popular. No solo la alegría, las vidas dañadas forman tam­bién lo popular. Del revés y boca abajo.

La provisionalidad del viaje, el nomadismo, la vida tras­humante, la vida bohemia, el no tener un suelo que te acoja definitivamente, todo lo que se mueve, todo lo que permite agrietar el suelo. Lo popular, al contrario de lo que origina­riamente significaba el arte del país, paisano, arraigado en un territorio concreto, aparece, emerge, desde el suelo, sí, pero gracias a los movimientos de tierra. En realidad, era el tra­yecto desde el campo a la ciudad y viceversa lo que legitimó esa idea de lo popular. El afuera de la ciudad. Los gitanos, los Rrom, no son un pueblo originariamente –si es que se puede usar esa palabra– nómada. La condición nómada la adquieren como per­manentemente desplazados, refugiados, expulsados, desterrados que, obviamente, han hecho de esa forma de vida una poderosa caja de herramientas. Muchos de los pueblos nómadas, de las formas de vida itinerantes que habitaban Europa desde el siglo XV, han sido asimiladas por los gitanos. Que los asentamientos gitanos más estables –en la Baja Andalucía alrededor de la vid y la ganadería; en Hungría en torno a la paprika– produzcan una imaginación singular es una paradoja extraordinaria. Esa complejidad es pensamiento sur(b)terráneo.

El flamenco, más allá de su caricatura tópica, desarrolla una forma de vida alrededor de la música y el baile del mismo nombre. «Flamenco» significa «gitano», y en ese sentido se tra­ta de una vida a lo gitano, en el mismo sentido que tiene la palabra «bohemia» que tomamos del francés y que significaba eso mismo, una vida como la de los gitanos que, según se suponía, eran súbditos del rey Bohemia. El flamenco no es un arte popu­lar y, a la vez, es un arte popular. En ese sentido es un arte umbral por el que lo popular aparece continuamente. Como pasa con el tango, el son o el rock and roll, ha configurado un es­pacio, un campo artístico, por el que siempre está manando ese difuso popular, eso que apenas podemos enunciar. El flamenco es gitano y el flamenco no es gitano. Las dos proposiciones son verdaderas. El flamenco es gitano como la jota es aragonesa o el fandango se extiende por todos los pueblos de la Península Ibérica. La forma en que el flamenco se ha convertido en el folklore de los gitanos es una metamorfosis cultural extraor­dinaria a la que hemos podido asistir desde finales del siglo XVIII. Incluso, de manera más reciente, como el tango y la rumba, se ha convertido en seña de identidad de los gitanos de Portugal y de Cataluña en operaciones culturales que apenas aparecen a finales del siglo XIX. Así, de forma privilegiada, el flamenco es un experimentum crucis de las formas en que aparece, circula y desaparece lo popular. Lo popular desde el sur, del revés y boca abajo: pensamiento sur(b)terráneo.

Las clases culturales, dice Martha Rosler, proceden di­rectamente del modo de vida que conocemos como bohemia. Los artistas plásticos, los poetas, los cómicos, los que traba­jan en el campo de la cultura, forman parte privilegiada de estas clases culturales y desarrollan una forma de vida que, entonces, tiene sus raíces en esa bohemia decimonónica. Las condiciones de producción se han acelerado, pero básicamente sus principios materialistas son los mismos. La bohemia, que es una palabra femenina, sigue marcando sus modos de hacer. En ese sentido, esas condiciones de vida –precariado, des­localización, supervivencia– son agujeros, espacios umbral, como decíamos, para el flamenco –que es una de las denomina­ciones que toma en España la bohemia–, por los que aparece lo popular. En este sentido los gitanos, los Rrom, han sido y son un espejo, un síntoma si se quiere, de las cualidades que configuran las propias clases culturales. La precariedad, la movilidad laboral, la provisionalidad de los modos de hacer son experiencias que no casualmente pertenecen por igual a las vidas gitanas y, salvando las distancias que en toda compara­ción se advierte, las clases culturales. Lo popular, puesto del revés y boca abajo.

Helios Gómez es, quizás, el primer intelectual gitano en afirmar la condición política de ser gitano, de ser Rrom –la doble erre, Rr, significa precisamente eso, «pueblo gitano» en el sentido político del término–. La experiencia rusa de Helios, antes del aplastamiento estalinista, le confiere ese sentido de clase para su pueblo. Igualmente, la idea prende en Ceija Stojka tras el «porraimos», que es como los roma llaman al intento de los nazis por exterminarlos. También la «ciudad de los gitanos» tiene ese sentido para Federico García Lorca, imaginar una ciudadanía de los que no tienen ciudadanía. Tres paisajes de la catástrofe, tres momentos, podríamos decir, en que vemos pasar lo popular dirigiéndose hacia su destino político. A eso llamamos pensamiento sur(b)terráneo.

Los gitanos desde su configuración como pueblo –como expli­ca bien Sarah Carmona: «los gitanos vienen de la India, pero en la India nunca hubo gitanos»– han desarrollado una serie de saberes y modos de estar en el mundo indudablemente pro­pios. A esta episteme atendemos con especial atención porque en esta han evolucionado características culturales propias pero también han asimilado formas populares de los diversos territorios que han atravesado. En la configuración de los gitanos como sujetos políticos con derecho propio asistimos a una serie de reajustes entre su forma de ser y las formas populares que han asimilado en su travesía asiática y europea de varios siglos. En estas mutaciones culturales y políticas se aparecen con claridad muchos enunciados de lo que seguimos llamando popular. No es casualidad que la voz de las mujeres gitanas, que la voz de las feministas gitanas sea, entonces, un diferendo importante a la hora de posicionar este nuevo hacer cultural y político.

Pensamos, por ejemplo, en cómo los trabajos de Delaine Le Bas adquieren todo su significado de su condición de mujer gitana, identificando todos sus modos de hacer con lo que esto significa. Su trabajo se articula como respuesta a las containment com­pounds, las políticas del gobierno británico contra las formas de vida de los «gypsy, roma and travellers». De ahí su poética del desecho, su uso de materiales de desecho, segunda mano, mercadillo, su recuperación, su reciclaje por medio de técnicas bricoleur, su pensamiento salvaje de gestos básicos que resig­nifican, de juegos, en fin, un catálogo completo de lo que venimos clasificando como popular. Hay, también, un más allá performativo y, en ese movimiento, en ese construirse, destruirse y recons­truirse constantemente, lo popular se decanta, acontece. Porque lo popular no es un catálogo ni una clasificación ni una taxono­mía. Es un informe, sí, que se produce en la quiebra de los dos sentidos de la palabra «informe», el burocrático y el de lo que no tiene forma. Lo popular aparece ahí. Lo popular desde el sur, del revés y boca abajo: pensamiento sur(b)terráneo.

 

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